Veinte para las dos. F. llegará en cualquier momento. Le gusta jugar conmigo estimulándome con esos minutos de espera. Lo logra.
Trepada a cuatro patas lo espero en la cama con una venda en los ojos. Sí, parece trivial, una mala copia de un pésimo libro hecho película, pero yo cedo a ese modo de disfrute. El frío (¿o la ansiedad?) pone duros mis pezones. Presiono mis enormes tetas con el reverso de mis brazos para calentarlas. Me distraigo con la música, un jazz suave, sí, sí, lo puse al volumen indicado -pienso. Escucho el cerrar de la puerta. F. llegó. Un ligero estremecimiento me recorre. Imagino su sonrisa observándome con la colita alzada y la vulva al aire. Me repasa con su lengua, estoy húmeda a borbotones. Se alegra. Mi cuerpo se calienta, quiero ser absorbida y catapultada por su miembro. Mis sensibles oídos perciben como se desprende de su ropa, «apuráte, no doy más». Se acerca, me come la oreja. Se tomará todo el tiempo del mundo. Lo hará muy lento. Intento cambiar de posición pero no, él decide mantenerme quieta e instalarse abajo, mis tetas cuelgan como carpas sobre su cara, me las ordeña cual ubres con sus manos, boca y lengua por un tiempo que me parece infinito. Me enloquece, me sacudo, quiero ver su cara mientras me las destroza, abro la boca, espero por un beso, necesito chupar algo, lo que sea, mi saliva se lubrica en exceso y se me escurre por un lado de mis labios, él sigue absorto en su tarea oficial. De un movimiento se pone tras mío, sabe que estoy a punto de embestir como la peor de sus bestias. Penetra lento, visceral, entra y sale de mi cuerpo que ya es inmune al dolor. Entra, sale y vuelve por el mismo agujero, brillante y pleno. Rasga con furia y yo me quedo sin voz. Me desplomo. Se derrumba sobre mí. Quedo atrapada entre su peso, su olor y su aliento. Saca mi venda. Besa mi rostro, «hola mi pequeña». Lo abrazo. Me arrincono en su pecho. Nos pasamos la tarde hablando.
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